domingo, enero 22, 2012
VALORES Y ACTITUDES HACIA LA DISCAPACIDAD.
Trabajar las actitudes (como tendencia o respuesta) en un ámbito educativo,
conlleva intervenir en lo cognitivo, afectivo y en lo conductual. Sólo así cualquier
actuación o programa, podrá promover actitudes positivas o modificar en ese
sentido las ya existentes. En nuestro caso particular de la discapacidad, podríamos
preguntarnos si ésta representa una característica relevante para que el grupo –
clase, acepte o ponga resistencia al compañero que las tiene, o bien si son otras
características individuales las que poseen mayor relevancia. Como se ha hecho en
otros estudios (Arias y Morentín, 2004; Luque y Luque‐Rojas, en prensa) las
cuestiones serían ¿son los alumnos con discapacidad compañeros opacos? ¿Están
pero no co‐están? ¿Participan en actividades planificadas, pero con menor
protagonismo y no en actividades espontáneas o de juego? En suma, ¿su
integración grupal es más física que social, más institucional o estructurada, que
natural?; cuestiones todas ellas de las que se deduce la importancia del
mantenimiento de su integración en el grupo, necesidades y oportunidades para
ello.
Tanto por el principio de igualdad de oportunidades, como por la equidad de la
educación, el alumno con discapacidad necesita estar en igualdad con los demás, lo
cual pudiendo ser una obviedad, no es más que una referencia a considerar, frente
a la tendencia de fijar o atender lo negativo o la limitación. Educar es hacerlo para
todos y cada uno de los alumnos y alumnas, teniendo en cuenta, tanto sus
individualidades, como sus aspectos contextuales y sociales, por lo que siendo
implícita la diversidad, lo es también que el niño con discapacidad, sea uno más de
la misma. En este sentido, todo profesor debe plantearse y hacerlo a su vez con sus
alumnos, cuestiones como:
¿Qué conocimientos se tiene sobre una persona con discapacidad?
¿Qué actitudes se tienen en el aula?
¿Cómo son las relaciones en la clase y sus normas al respecto?
Como ha sido expresado por Damm (2009), el acercamiento que haga el profesor
sobre la discapacidad de alguno de sus alumnos, podrá presentar diferente signo
actitudinal, en una base de representaciones o creencias, igualmente diversas.
Cuando un profesor mantiene creencias ajustadas sobre el niño o niña con
discapacidad, valora su situación como sobrevenida o añadida a las características
de su alumno, acepta su persona y situación en el grupo, favoreciendo el afecto,
respeto, tolerancia y solidaridad entre todos, sólo puede concluirse en una
enseñanza‐aprendizaje eficaz y gratificante, una educación personalizada y
sentimientos de pertenencia e inclusión. En este marco, probablemente, ya no
tendría sentido hablar de distinciones por discapacidad (ni cualesquiera otras
características), sino por diferencias enriquecedoras, lejos de la exclusión y segregación.
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Un cuento de Aida Bortnik
TOMAS EL ORTODOXO - AIDA BORTNIK
Tomás era un niñito muy prolijo, tanto que casi, casi no parecía un niñito. Nunca preguntaba demasiado, nunca pedía demasiado, nunca curioseaba demasiado. Estaba siempre limpio y se iba a dormir cuando los niñitos tenían que irse a dormir. Todos sus juguetes estaban enteros, brillantes y en el estante correspondiente. Estaba tan preocupado por conservar todos sus juguetes, que nunca jugaba con ellos. Tomás era un niñito al que no le inquietaban el vuelo de los pájaros, ni el funcionamiento de su cuerpo.
Tomás era un joven muy disciplinado. Tanto que casi, casi no parecía un joven. Nunca preguntaba demasiado, nunca pedía demasiado, nunca curioseaba demasiado, nunca intervenía demasiado. Estaba siempre prolijamente vestido y era educado con las chicas y respetuoso con los mayores. Estaba tan preocupado por repetir bien sus lecciones que nunca sabía de qué estaba hablando. Tomás era un joven al que no le inquietaba el rotar de las estrellas, ni el bullicio de la sangre.
Tomás era un hombre muy ordenado. Tanto que casi, casi no parecía un hombre. Nunca preguntaba demasiado, nunca pedía demasiado, nunca curioseaba demasiado, nunca intervenía demasiado, nunca se comprometía demasiado. Estaba siempre del humor justo y trataba cortésmente a las mujeres, a los mayores, a los jefes y a los subordinados. Estaba tan preocupado por cumplir con todos sus deberes que nunca tuvo tiempo de saber qué significaban. Tomás era un hombre al que no le inquietaban el destino de la humanidad, ni el significado de sus pesadillas.
Continua
Continuación
Tomás era un marido muy metódico. Tanto que casi, casi no parecía un marido. Nunca preguntaba demasiado, nunca pedía demasiado, nunca curioseaba demasiado, nunca intervenía demasiado. Cuando era preciso se disponía a hablar brevemente, escuchar brevemente y proceder brevemente durante el abrazo. Estaba tan preocupado por observar todas las reglas del matrimonio que nunca se le ocurrió disfrutarlas. Tomás era un marido al que no le inquietaban los fantasmas de la felicidad, ni los demonios de los celos.
Tomás era un padre muy riguroso. Tanto que casi, casi no parecía un padre. Nunca preguntaba bastante, nunca pedía bastante, nunca curioseaba bastante, nunca intervenía bastante, nunca se comprometía demasiado, nunca esperaba demasiado. Estaba siempre dispuesto a juzgar y a ordenar, sin olvidar los buenos modales. Estaba tan preocupado por ejecutar todas las obligaciones de la paternidad que nunca pudo conocer a sus hijos. Tomás era un padre al que no le inquietaban las frustraciones de sus sueños, ni la posibilidad de una guerra.
Tomás murió una mañana de verano. Lo enterraron por la tarde. Por la noche comenzaron a olvidarlo.
El Señor lo observó en silencio, mientras escuchaba el minucioso relato de sus deberes cumplidos. Después suspiró- el Señor, Tomás jamás suspiraba – y dijo: “ Cada siete días, cuando orabas prolijamente tus oraciones, sin olvidar ninguna palabra, yo esperaba. Como esperaron tus padres y tus hijos, tus maestros y tu mujer, tus compañeros y tus ángeles. Esperaba que preguntaras algo, que pidieras algo, que exigieras algo, que sintieras algo demasiado poderoso para ser controlado. Esperaba que te encontraras o te perdieras. Esperaba, como todos esperaron, que me necesitaras. Pero me has dado a mí, regularmente cada séptimo día, lo mismo que le has dado a la vida, una devoción vacía. Tú eres el único fracaso imperdonable para la creación: un hombre que no la cuestiona. Vete, Tomás- concluyó el Señor – también yo quiero olvidarte.
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